domingo, 21 de junio de 2009

OPINIÓN. Principio de igualdad de armas ¿Seguro?

Nacido en Lugo en 1958. Hijo de fiscal, nieto y bisnieto de juez, y tataranieto de abogado. Licenciado en Derecho por la Universidad de Santiago. Fue profesor de la Escuela de Práctica Jurídica de A Coruña y diputado de la Junta de Gobierno del Colegio de Abogados de A Coruña

JOSÉ IGNACIO SANTALÓ JUNQUERA La mayoría de los que nos dedicamos a esto sabemos que el principio de igualdad de armas es un principio básico por el que se rigen las reglas del juego del procedimiento penal español en virtud del cual las partes procesales (acusación y defensa) gozan de las mismas armas o posibilidades jurídicas a la hora de definir y defender sus respectivas posturas. Ocurre que, ya en el primer caso con el que cualquier abogado recién salido del cascarón se enfrenta, tal idílico concepto teórico se hace añicos y muchos de estos idealistas ya no vuelven a ser los mismos. Me explico.

El inicio de la investigación del delito y castigo del delincuente desde que interviene un abogado en las dependencias policiales y continúa en el juzgado de Instrucción con la participación del Ministerio fiscal hasta el juicio, se podría exponer, desde un punto de vista futbolero por el que nos entendemos casi todos en este país, en que, antes del pitido inicial, el partido comienza con el siguiente resultado: acusación, 3; defensa, 1.

En efecto. El abogado llega a las dependencias policiales y cual "convidado de piedra", que diría el maestro Zorrilla, ve y escucha sentadito cómo su cliente, con el que no ha podido entrevistarse previamente, es interrogado por unos hechos cuya concreción al caso concreto le son desconocidos al profesional que sólo ha sido informado del concepto jurídico delictivo en virtud del cual el presunto culpable ha sido detenido y, probablemente, esposado; razones que, con sentido común, llevarán al letrado como opción defensiva preferible, dado el status quo del ciudadano sometido a esa tesitura, a recomendarle que no declare allí sino ante el juzgado, pero tal recomendación in situ del abogado originará, en un porcentaje no baladí, un problema desagradable con el funcionario policial de turno.

Cierto que llegados al juzgado la cosa cambia por cuanto al abogado ya se le facilita la fotocopia del atestado policial, y ya podrá saber de qué va la cosa. No obstante el gozo durará poco, muy poco, ya que el presunto culpable será interrogado nuevamente por el juez que en la mayoría de los casos teniéndolo como culpable -y en la mayoría de los casos lo será- lo someterá con el beneplácito del fiscal (si comparece) a un tercer grado que también en la mayoría de los casos apenas dejará resquicios para la intervención de aquél, precisamente quien en puridad sería la parte acusadora verdaderamente legitimada para tal cometido, pero para qué, si su colega ya ha hecho la faena; después le tocará al abogado, a quien muy probablemente ya se le advertirá severamente ab initio que se ciña a los hechos, tras de lo cual, muchas veces, aún el más avisado, para olvidar y sentirse mejor consigo mismo ese día a la hora del aperitivo en vez de tomarse una fresca cervecita se tomará un dry martini doble sin aceituna. Porque es lo cierto que en estos casos será difícil que un profesional diligente salga contento tras el encorsetamiento a que se somete su intervención, en definitiva, el derecho fundamental de defensa (artículo 24.1 de la Constitución). Y los tiempos no están cambiando, al revés de lo que predijo el maestro Bob Dylan allá por el mayo del 68. Muy al contrario.

Por supuesto que todo esto ocurre bajo una interpretación totalmente restrictiva -la usual- del escaso y ambiguo articulado procesal que regula nuestra intervención en esas fases del proceso penal (artículos 118 y 520 de la ley de enjuiciamiento criminal). Porque por mucha literatura jurídica que se haya escrito al respecto, sobre todo para encajarla en el artículo 24 de la Constitución y hacer más dulce la norma ordinaria, la letra de ley da pie a que la interpretación de los operadores jurídicos superiores, vamos, los que tienen la sartén por el mango, sea otra bien distinta; es decir: primero; facilitar la carnaza o prueba de cargo (policía), segundo; protegerla, conservarla y aumentarla (juez) y, tercero; lo mismo para formalizar una acusación que asegure la condena final del presunto culpable (fiscal).

Hace poco el Fiscal General se quejaba amarga y públicamente de que la Policía Judicial no diera cuenta, informara al fiscal de turno, de la investigación que de oficio el instructor había ordenado en la instrucción de un caso de la Audiencia Nacional contra miembros de ETA y que era inadmisible ese actuar a espaldas de la Fiscalía. Digo yo que, al margen de que sólo se pronuncie en un caso puntual de enorme calado y no con referencia al día a día de los órganos judiciales penales, que al fin y a la postre es lo mismo, habrá que decirle con todo respeto al Excmo. Sr. fiscal general del Estado que la ley manda y mientras no se reforme, mientras todo siga igual (rebus sic stantibus), que la posición del instructor como un árbitro o garante que precisamente vele por el cumplimiento del principio que da título a este artículo sólo seguirá siendo un buen deseo, una entelequia. Y es que esto no son los EEUU de América, ni Alemania, Italia, Portugal o Perú, por citar países que sí adoptan un similar sistema al que se propugna.

Aquí, otra vez con la ley en la mano, la Policía Judicial se cubre perfectamente las espaldas sólo rindiendo cuenta de manera principal al juez que, en cualquier caso, siempre controla en un plano superior la actuación del Ministerio público en la investigación del delito (artículos 282 y siguientes de la ley de enjuiciamiento criminal).

Desde luego urge una reforma legislativa del proceso penal español, anclado en el siglo XIX, por más que en la Exposición de Motivos de la Ley Procesal del 1932, en plena II República, el magnífico penalista Jiménez de Asúa dijera, y nos haga saltar las lágrimas con su preclara visión de lo que debería ser la imparcialidad del juzgador, de lo que se debe hacer en el foro y no se hace, lean: "? no; los magistrados deben permanecer durante la discusión pasivos, retraídos, neutrales, a semejanza de los jueces de los antiguos torneos, limitándose a dirigir con ánimo sereno los debates?". No seguiré porque emociona in malam partem el ver y sentir en la nuca el aliento de la cruda realidad. En fin, que necesitamos una radical reforma que nos haga en este sector de una vez más democráticos y garantes del principio de referencia inserto en la Constitución dentro del reconocimiento a un proceso justo con todas las garantías (artículo 24.2 de la Constitución).

Opino -con todo el respeto para los discrepantes- que para ello, para un mejor funcionamiento del procedimiento penal español, en definitiva, para responder a la Constitución y a la nueva expresión de la sociedad democrática, debería partirse del modelo de preeminencia del principio acusatorio frente al inquisitivo, donde el fiscal investigador dirige la instrucción de la mano de la Policía Judicial y el juez es como un árbitro imparcial o de garantías, potenciándose así el principio de que la prueba ha de surgir en el juicio oral bajo la inmediación del tribunal sentenciador; otra vez en palabras del gran Jiménez de Asúa: "Sin descender a la arena del combate convirtiéndose en parte ? ". O de Vicente Jimeno Sendra en el El Ministerio Fiscal-Director de la Instrucción (Iustel): "Porque la función natural del juez es juzgar, decidir, no debe al mismo tiempo investigar. La sociedad no puede demandar que el juez al mismo tiempo sea un buen investigador y un buen juzgador".

Difícil, muy difícil en un país donde nadie quiere ceder "parcelas de poder", pero es evidente el encaje en estos hechos del célebre adagio: "Renovarse o morir". Entre tanto, "la nave va", que diría el sabio romano y gran consejero Fellini.

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